Luis Sica

Publicamos hoy un breve cuento "La caña de pescar" de nuestro compañero Luis Sica, aparecido originalmente en Paralelo50 (revista literaria de la Consejería de Educación: Polonia, Eslovaquia, República Checa y Rusia.).

Luis Sica Bergara (Montevideo, 1953). Diplomático de carrera y profesor de Derecho Internacional, el actual Consul General de Uruguay en E.E.U.U., es coautor de "El cuento de la Diplomacia”, publicado en Varsovia donde fue embajador hasta Setiembre de 2006, con traducción al polaco. Su vida en las capitales de América Latina y Europa pero también en las selvas de Indochina o los desiertos de Medio Oriente, en tiempos de paz y de guerra, dejó su impronta en los cuentos, ensayos y poesía, que constituyen la otra cara de las publicaciones y textos formales de su especialidad profesional. 





La caña de pescar

Guillermo miraba el mar, más allá de su caña de pescar, sentado en el muelle de la Escollera Sarandí, esa larga construcción artificial que prolonga a Montevideo un kilómetro más al Sur, aguas adentro, para protegerlo de sudestadas y pamperos.

En el muelle de cemento, que se recuesta en grandes bloques de granito y teñido por el óxido de hierro, el musgo y el salitre, se alineaba un rosario de pescadores. Tenían la piel oscurecida por el sol y parecían unidos por un voto de silencio.

De a ratos miraban a sus vecinos, calculando el tamaño de los piques en las cañas, que sólo quebraban su paralelo con el movimiento orgullosos de quien saca del agua el plateado trofeo, que lo hace campeón de ese minuto.

Guillermo sospechó que su línea no tenía más carnada y recogió discretamente el hilo, para no atraer la atención de sus vecinos, que solo verían dos anzuelos y una plomada.

Llevaba cerca de tres horas y no había tenido ningún pique.
El agua, más verde que otros días lo serenaba y lo ayudaba a pensar.
Puso la carnada con movimiento mecánico y sin esmerarse. No le preocupaba perderla alimentando a los cardúmenes de lacha, que evolucionaban en el agua tibia de la superficie.

Él también flotaba aquella tarde de diciembre, casi verano, como el corcho amarillo de la boya que concentraba la atención de su vecino.

Con las piernas colgando sobre el agua, pensaba en sus sueños de estudiante, en sus años de facultad, en las mujeres que habían sido algo en su vida, el largo noviazgo y como muchas otras veces... en El Viaje de Arquitectura.

El viaje de graduación de vanos meses y por tres continentes, era lo más interesante que había hecho en toda su vida, bastante rutinaria y siempre dentro de las fronteras del país.

Todo lo que había visto en fotos, libros y películas, en El Viaje lo pudo tocar, medir, oler y hasta saborear. Sonrió al recordar la cara de los turistas japoneses el día en que decidió pasar su lengua por las piedras del Partenón, para saber cual era su gusto.

También pensaba en sus proyectos. Si es verdad que todos los humanos tienen proyectos, también lo es que los arquitectos tienen muchos más. Estudian años para verlo todo como un proyecto. Los sistematizan, los etiquetan y después los guardan en carpetas.



Los proyectos y los sueños. Los sueños y los proyectos cambiaban de posición como las boyas en su flotante oscilación o como los platos de una balanza.

Los ocho meses que duró el Viaje de Arquitectura edificaron algunos proyectos y demolieron muchos sueños.
Cuando volvió a Montevideo supo que su matrimonio estaba condenado a pasar a la carpeta de los proyectos inviables, aunque no tuviera idea de lo que iba a construir en ese espacio baldío.

Una vez más estaba en la escollera, sin poder resistirse a hacer el balance de sus haberes: una caña en la mano, que no se doblaba por el peso de un pique que lo sacara de sus pensamientos, un divorcio que aún le dolía y una pequeña empresa que, pese a los años invertidos en su carrera universitaria, sólo construía parrilleros y algún modesto dormitorio adicional, para las familias que crecen involuntariamente.

A media tarde y sin reloj Guillermo miraba el agua. Era uno más en esa tribu urbana de pescadores, compuesta por bohemios, jubilados y desocupados, con los que ni siquiera estaba seguro de compartir la pasión por la pesca.

Seguramente habían pasado más de tres horas y el sol le ardía en la frente, que empezaba a ponerse roja.

-No debí haber bebido la segunda cerveza- se reprochó mientras buscaba un lugar discreto.
Dejó a un lado su caña de pescar, se incorporó y se dirigió hacia los grandes bloques de granito, que protegen de las olas y del viento del Este, lejos de las miradas de los ensimismados pescadores.

Cuando volvió y se sentó en el mismo lugar, oyó la pregunta de su vecino
-¿Es Judío? - dijo con voz ronca, sin dejar de mirar la boya amarilla.

-No.- contestó; molesto y convencido de haber sido observado todo el tiempo por un insospechado voyerista.
Se sentó y antes de empuñar su caña nuevamente prestó atención a los rasgos de su vecino. Era un hombre gordo, grande, con cara de simpleza y bonhomía y con la piel del color del barro cocido, que asomaba en grandes pliegues desde una camiseta demasiado pequeña.

Guillermo esperó una segunda pregunta que explicara la primera y como nunca llegó decidió olvidarse del gordo.

Junto con su plomada se sumergió nuevamente en los pensamientos interrumpidos y se deleitó recordando sus sueños.
Los paisajes de sus sueños no eran como los que veía cada día, cuando iba a controlar sus obras.

Después de los paisajes venían las mujeres de sus sueños. Siempre sospechó que existían, fuera de las pantallas del cine y la televisión, pero él las había visto por primera vez, en la vida real, en su viaje de arquitectura y no eran iguales a la que él había elegido para su breve sociedad conyugal.

Magda caminaba por la escollera mirando el mar, esquivando bicicletas, morrales y cañas de pescar, como una modelo por una pasarela sin alfombra.
El calor en el cemento producía el efecto de una superficie ondulada donde sus pasos no tocaban el suelo.
Flotaba mientras recorría los mil metros que terminan en un faro metálico, que saluda a los barcos que pasan por el canal. Llegó hasta el final, se sentó en una roca, fumó un cigarrillo, sacó unos papeles, los miró e inició el camino de retorno.

Guillermo lamentó que regresara, porque viéndola incompleta, emergiendo de una roca, se dio cuenta que era así la sirena de Dinamarca que él había imaginado antes de decepcionarse cuando un guía les mostró la escultura en bronce, que le pareció pequeña.

Su pelo rubio, el color de su piel en una cara bellísima, los grandes ojos claros, atraparon a Guillermo que no supo si era una realidad o una evocación.

¡Así eran las mujeres de sus sueños!
En su viaje se había preguntado muchas veces como sería compartir la vida con alguien de una belleza que él juzgaba como celestial.

Ella era la prueba de que existían pero, como siempre le había sucedido, pasó a su lado sin mirarlo.
Cuando Magda llegó al lugar donde estaba su vecino se detuvo, le mostró unos papeles y le preguntó algo.
El gordo miró a Guillermo y lo señaló con su dedo sucio de carnada, sin que pudiera oír lo que decía. La mujer giró su cabeza y le preguntó, en inglés, cómo podía llegar a la dirección escrita en el papel.

Guillermo no lo podía creer, se paró y al tiempo que le daba las indicaciones de cómo llegar, caminó a su lado, primero tímidamente y después con paso resuelto, decidido a no dejar escapar su sueño.

Cuando se alejó unos metros oyó la voz gruesa del gordo -Maestro, la caña. Se olvida de su caña.
-Se la dejo- dijo sin mirar atrás.

Pasaron quince años, Guillermo se fue a Praga con Magda, se casaron y tienen una hija. Es asesor de proyectos arquitectónicos de una empresa de inversiones y también trabaja, por placer, en algunas restauraciones de iglesias y monumentos históricos que conoció en el Viaje de Arquitectura.

Hace unos días se encontraron con Magda, a media tarde, en la cabecera del puente de Carlos y bajaron la escalinata de piedra hacia la isla. Ha nevado mucho este Diciembre. Ella se apoya en su brazo mientras se dirigen a una cervecería situada frente al molino de agua. Ambos miran atentamente el piso porque en algunos lugares hay hielo en lugar de nieve.



El camino se estrecha entre los comercios para turistas y el canal, que se resiste a congelarse del todo, en cuyo borde hay algunos pescadores.

Guillermo cede el paso a Magda que se adelanta, cuando oye a su espalda una voz gruesa que dice en español
- Maestro, la caña.

Se vuelve y mira al hombre grande, gordo, con un gorro con orejeras, que le da aspecto de perro de Disney y apenas deja ver su piel color barro cocido y los ojos bonachones.

Guillermo vacila y ve el brazo extendido que le ofrece una caña de pescar.
-Es suya, me la dio en la Escollera Sarandi.

En un instante pasan años e imágenes, como los trozos de hielo por las ruedas del molino, y el gordo, que no comprende el mutismo de Guillermo, explica
-Después que me dio la caña, esa misma tarde saqué más de cincuenta burriquetas. Era el único que sacaba, todos se juntaban para ver la carnada, pero yo sabía que era... la caña.

Le contó que la historia se repitió en los días siguientes y que alguien lo invitó a un concurso de pesca, que fue el primero de los muchos que ganó.
-Ganaba hasta sacando corvinas negras; cuando todos pensaban que la caña se iba a quebrar... las corvinas se rendían.
Le contó que en un concurso municipal obtuvo de premio un pasaje a Europa y algunos dólares.
-Así fue como pude volver a Praga- dijo tímidamente.
-¿Volver?- pregunta Guillermo sin comprender.

-A mí me embarcaron para el Rúo de la Plata, hace muchos años en el baúl de una familia judía- balbuceó el gordo.
-¿Te acordás de este hombre, el día en que nos conocimos? -se dirige a Magda, temblando, sin obtener respuesta porque ella no lo recordaba.

-¿Y aquí, donde vive? -dice, preocupado por la precariedad de las ropas del gordo.
-Vivo en un ático, de un edificio viejo, que cuido desde hace años -

A Guillermo se le llenaron los ojos de lágrimas, recordando el día en que dejó la caña de pescar y fue al encuentro de sus sueños. Fue ese hombre quien le había indicado a Magda que le preguntase a él, precisamente a él, que la había mirado pasar sin detenerla porque no supo si era una mujer o un espejismo.
Pellizcó el brazo de su esposa, que lo miró sorprendida, para comprobar que ese encuentro, después de tantos años, era real.

No se explicaba como el gordo lo había reconocido cuando sólo se habían mirado las caras, ahora apenas visibles, durante unos segundos.
El hombre seguía con el brazo extendido, resuelto a devolver la caña. Guillermo no quiso desairarlo y la tomó.
-Es suya, siempre supe que algún día se la iba a devolver —dijo aliviado.

Alzó su morral y se dispuso a abandonar el lugar con aire de haber terminado su tarea(o jornada).

-Muchas gracias-dijo Guillermo conmovido y al percibir que el gordo se iría dejándole miles de dudas que no podían esperar otros quince años apoyó la mano en su hombro, para detenerlo.

-Ya que ambos vivimos en Praga, dígame como se llama y dónde puedo encontrarlo -.

El gordo giró su voluminoso cuerpo, se bajó las orejeras del gorro dejando ver sólo los ojos
-Vivo en el ghetto, en Montevideo me decían Gilún , pero aquí me llaman Golem.